sábado, 7 de abril de 2012

Mari y los siete malditos

Me tienes temblando de noche y de día
Me quieres mandar pa' la tumba fría
Tú me hiciste brujería
(El gran combo)



Mari y los siete malditos


Había pactado con uno y al final fueron seis. Siete, contando el policía que no pagó; cogió de gratis, privilegiado por alcahuetear y dejar que lo hicieran en el serenazgo. Edgardo se lo contó a su novia con el orgullo del que relata una excursión por la selva o una caída en bungee jumping. Ella no le preguntó si habían rifado los puestos, y si él había sido el primero o el último. Tampoco si había usado preservativo o si se había gozado en los fluidos de los anteriores. No le interesó el precio pagado o si la prostituta había estado de acuerdo. No quería saber nada. La ignorancia voluntaria es el camino más corto a la tranquilidad. - solo las locas se martirizan con la realidad- , pensaba. Y ella no estaba loca.  Por eso le sonrió como si le hablara del clima o de un partido de fútbol, obvió el desgano que acompañaba el beso y comenzó a quitarse la ropa. Aceptó que la penetrara sin amor y sin precaución. Quería ser buena, ser querida hasta por los más malditos, como este, o como aquel, o como todos. Fue, como siempre, la amante perfecta, atenta a las necesidades de su hombre, tierna y apasionada.  Se durmió abrazada a Edgardo con la placidez que le otorgara el orgasmo. Pero esa placidez no traspasó al subconsciente, y soñó con una verga enorme, que luego se partía en siete vergas pequeñitas pero filosas, que amenazaban con rayarle el vientre. Soñó con una vagina exhausta y dilatada que rebalsaba esperma. La cara de una mujer joven señalada por el asco y la vergüenza. 

Se despertó con náusea. Edgardo dormía tranquilo. Su cuerpo bronceado brillaba a la luz de la luna. Se acercó a él y se dispuso a acariciar ese vientre perfecto, que tanto le gustaba. Entonces volvieron las arcadas. Fue al baño. Se hincó frente al retrete y, en seguida, sus entrañas expulsaron algo que tenía el sabor y el color del semen. Necesitó mucha pasta dental para eliminar los residuos ligosos que habían quedado adheridos sobre su lengua y su paladar. Tiró de la manivela del retrete una y otra vez, pero el fluido blanco, que  flotaba sobre el agua, en lugar de desaparecer, se multiplicaba amenazando con inundarlo todo. Volvió horrorizada al cuarto. Quería que Edgardo la abrazara asegurándole que todo era un sueño del que pronto iba a despertar. Pero en cuanto lo tocó, la piel de Edgardo empezó a rajarse y fueron saliendo de él, uno a uno, seis hombres distintos. Todos  desnudos, excitados y repitiendo al unísono la palabra puta, cual si fuera una canción de combate. Por cada palabra pronunciada, sus vergas se hacían cada vez más grandes y amenazadoras. Finalmente, la piel de Edgardo se cerró, y él abrió los ojos. Se levantó y se acercó a ella. Le agarró la muñeca y la tiró en la cama, ofreciéndola, magnánimo, a sus compañeros presentes. Ella se recordó de la mesita de noche y de las tijeras en el segundo cajón, en el preciso instante en que sentía sobre su espalda la respiración del primer cuerpo.

Desde su apartamento, si así se le puede llamar a este cuartucho, armada de una bola de cristal de segunda mano y varios muñecos de vudú, Mari espera emocionada el momento en que suceda el “crimen pasional”, como seguramente lo describirán, mañana, los diarios sensacionalistas del país. Dirán que fue una desconocida, una amante ocasional que quiso vengarse de un pobre muchacho de buena familia. Los padres de ella, luego de pagarle mordida a los policías y a la prensa, la mandarán al extranjero para que a “la nena” le hagan una terapia que le quite la náusea que le quedó después de este “incidente” y de paso le extraigan cualquier resto de empatía que pudiera haber persistido en su subconsciente. 

A Mari nadie le pagará las terapias, nadie le quitará las náuseas que sufre desde el día en que, sintiéndose infinitamente sucia, salió del serenazgo. La venganza no es dulce, tiene un asqueroso olor a vómito. La náusea volverá. Atacará de nuevo en unos días. Lleva apenas dos. Todavía debe vomitar otros cinco. Tal vez entonces le llegue el alivio. Tal vez. Yo le digo que no se desanime, que siga. Al principio siempre es duro. Siempre. Pero  luego una se acostumbra y ya no le cuesta tanto matar.


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